1.
Cristy me mandó llamar a la oficina del rector y supe de inmediato que algo andaba mal. Si algo he aprendido en los cuatro años que llevo en esta universidad es que una llamada del rector nunca es una buena noticia.
Toqué la puerta con algo de timidez, y de inmediato escuché la voz fuerte y falsa del rector "¡Jesús! Qué gusto saber de ti, pasa, pasa. Cierra la puerta, por favor. Cristy, por favor no me pases llamadas en quince minutos." En quince minutos me darían la noticia y después sería un desempleado.
Pensé en lo que le diría a mi esposa. En cómo la tranquilizaría diciéndole que todo estaría bien, que aún tengo edad para buscar otro puesto y tal vez podía ser la oportunidad que habíamos estado buscando para salir de esta ciudad de mierda con todo su tráfico y la mala vibra de la gente. Mientras iba caminando rumbo a la silla frente al escritorio del rector con la sonrisa más hipócrita que he hecho en mi vida, en realidad iba pensando en las deudas que se acumularían, las colegiaturas de los niños, la vergüenza ante los amigos con quienes tendría que inventar alguna historia, o decirles que ya era hora de dejar ese puesto y que estaba en mi zona de confort.
"Mira, Jesús. Las cosas parece estarse acomodando para ti. Van a abrir un puesto como coordinador de una licenciatura en la costa norte del estado. Necesito alguien de confianza allá."
Costa Norte. Intenté pensar rápido. Si no era Puerto Vallarta tendría que ser más al norte. El rector había entrado hace un año, y era obvio que su primer objetivo había sido limpiar las oficinas de personas cercanas a su antecesor. Yo no era precisamente amigo del rector anterior, de hecho mis habilidades sociales eran más bien torpes, si no es que inexistentes. Poco a poco había visto irse a quienes fueron mis compañeros de trabajo, y aparecer personajes obtusos cuya única virtud era su sumisión y obediencia a las nuevas reglas.
"Necesito que te presentes ahí el próximo lunes. Después te mandaré dinero para que puedas hacer tu mudanza y llevarte a tu familia".
Ni siquiera le había dicho que sí, y este soberbio imbécil ya había supuesto que su noticia era lo mejor que en mi vida me podía pasar.
Finalmente acepté, y el lunes estaba sentado en un autobús rumbo a Vallarta. Solo llevaba cuatro cambios en una maleta vieja de piel que me había regalado mi padre cuando me gradué de la universidad unos quince años atrás.
2.
No hay fuerza destructora más grande que el amor que se siente por una mujer. Esa fuerza arrastra, desmembra, desgarra cualquier sueño. Esa mujer lo sabía y no hizo más que jugar con el amor que le regalaba.
Cuando supo que me iba a Vallarta, su sonrisa fue lastimosa. Era como si en el fondo estuviera desfondándose, pero intentaba mantener una mirada de indiferencia "Si eso es lo que quieres para tu vida, adelante. Yo no puedo acompañarte".
Quise reclamarle que ella era mi esposa, que este tipo de planes debían ser motivo de felicidad para los dos, pero no fue así. Sabía que nunca ganaría una batalla de éstas. Me reclamaría por haber tomado la decisión sin ella. Nunca me hubiera creído que la decisión no la tomó ella ni yo, sino el rector. Eso me haría quedar aún más como un idiota sin carácter, incapaz de saber qué es lo que quiero con mi vida.
Tenía un plan, el cual involucraba llegar a secretario académico en los primeros quince años en la universidad. Ahora me dirigía a un puerto miserable, donde la principal noticia normalmente era algún brote de mosquitos, y cómo el uso de algún insecticida para controlarlos terminó matando al insecto que se comía a la larva que come árboles. Hace ocho años Puerto Vallarta se quedó sin palmeras por este pequeño incidente. Simplemente quedaban reducidas a un cascarón que luego caía al suelo.
3.
Los kilómetros se me hicieron eternos. Cuando llegué estaba completamente agotado. La instrucción es que me presentara de inmediato con el secretario regional para comenzar a trabajar la mañana siguiente. No tuve tiempo ni siquiera para bañarme y la primera impresión fue desastrosa. La costa norte tampoco parecía estar particularmente emocionada por mi llegada. Me veían como una imposición del centro, un espía del rector que venía a poner orejas donde antes no las había habido.
La costa norte es una zona turística, en donde los estándares de calidad parecen esconderse debajo de la cobija. Eso lo supe en las primeras semanas que estuve ahí. Si se había liberado el puesto que ahora yo ocupo fue porque el anterior nunca tuvo claro qué es lo que debía hacer. El rector aprovechó una coyuntura para deshacerse de mí, y al mismo tiempo asegurarse de que mi carrera sucediera tan lejos de él que nunca representara una molestia más para él y su equipo. La costa norte claramente no iba a ser una prioridad para él. Eso al menos me dejaba la tranquilidad para poderme dedicar a las cosas que yo quisiera.
4.
En una ocasión me presentaron a un profesor que venía de la UNAM. Después del café nos quedamos platicando y me contó de una vez que estuvo a punto de ser arrestado. Lo confundieron con un vago que había estado pintando unos murales como protesta contra el gobierno. Me contó que alguna vez fue un empresario respetado, dueño de una librería. Culto, educado, bien parecido, con un futuro prominente.
"Se enamoró. Qué digo, se enculó con una salvadoreña. Nunca te enamores si lo puedes evitar. Verás, la mujer lo dejó y este hombre nunca pudo recuperarse. Perdió la cabeza y perdió todo su dinero en una lucha contra el sistema que nadie entendió. Se metió a las drogas y pasó los próximos treinta años de su vida vagando miserablemente por el campos del CU. Una verdadera tragedia".
Traté de terminar la conversación, pero afortunadamente en ese momento entró otra profesora con un chisme que no pudo superar cualquier conversación anterior: había muerto Chespirito. "Conozco a su hija, deja le llamo para darle el pésame".