Soy coleccionista de libros con defectos: Si los cortan mal al momento de la impresión, si dejan una hoja con dobleces que no corresponden, si están mal atados o mal pegados. Si se les corrió la tinta o se manchó alguna de las hojas con los dedos de algún impresor descuidado. Mejor aún, si tienen faltas de ortografía y de sintaxis, error que se reproduce en cada una de sus quinientas o mil copias. Los errores finalmente le dan personalidad a un libro que aspira a ser una copia perfecta.
Los que normalmente tienen más errores de este tipo son los libros traducidos. Las expresiones de un idioma nunca embonan exactamente con el otro. Cada lenguaje es una llave abierta que, aunque lleve agua igual que todas las demás, la forma en que ésta se desparrama por el aire o al tocar el suelo es impredecible. Si el agua moja el papel o si su suerte corre sobre un piso de piedra, todo esto cambiará el producto final. Así los libros intentan reproducir las copias de agua de un idioma, pero nunca quedarán igual. Al editor más exacto se le pasan errores superficiales o tan escondidos que ni en la segunda edición se percatan. A veces he sospechado que no soy el único coleccionista de errores, y hay editores que deliberadamente dejan errores que luego ellos atesoran por saber la página y el párrafo exacto donde se exhiben.
No hay algo más libre que un libro que se ha expresado por encima de las normas de la reproducción y los protocolos de edición. Se atreve a decir por encima de sus cuatrocientos y tantos hermanos idénticos "yo creo que esta parte de mi esencia quedaría mejor con esta mancha".
No hay comentarios:
Publicar un comentario