viernes, 7 de marzo de 2014

Las pistolas y la piedra

A mi abuelo paterno le volaron la cabeza en la cama de su homicida. Estaba con la mujer de quien disparó, lo descubrieron antes de que pudiera reaccionar. Mi padre entonces tenía catorce años. La muerte siempre tiene formas espectaculares de llegar. Su vida cambió radicalmente esa noche que le avisaron del disparo. Me imagino lo que pudo pasar por su mente. Primero pudo ser un pinchazo en el estómago y algo de calor en las mejillas. Luego pensó en lo que vendría y seguro se dio cuenta que sus oportunidades habían sufrido una fuerte devaluación.

En 1987 mi padre ya estaba casado y con tres hijos. Yo tenía cinco y comenzaba a descubrir la inutilidad de pasar horas sentado en un salón con otros quince infantes igual que yo, escuchando a una señora que se afanaba en darnos normas de vida a través de colores y plastilina. Mi hermana cumplía siete y mi media hermana que nunca conocí ya debería estar cumpliendo ocho.

En uno de sus múltiples caminos al sur para comprar mariscos, lloró. Maldijo su suerte. Se descubrió con treinta y cinco años y con una losa encima de él. Mantener una familia sin apoyo de nadie más, y con su poco dinero apostado a insular una Ford Econoline 1982. Se preguntarán qué es eso de insular. Una vez me tocó verlo, cuando ya había comprado tres camionetas iguales. Recuerdo que una de ellas tenía un alacrán dentro de una bola de cristal que mi padre usaba como asidera de la palanca de cambios. Siempre tuve miedo de que cobrara vida y le picara en la mano. El carro perdería control y seguramente nos saldríamos de la carretera. Insular es llenar de una espuma amarilla toda la parte trasera de la cabina, una que aísla las paredes, el suelo y el techo. Sale de una manguera a alta presión y va llenando todo de color. Mi tío abuelo Elmer dirigía la manguera hacia la camioneta y me dijo si yo quería apuntar. La tomé y disparé la espuma. Es un buen recuerdo. Luego le ponen una fibra de vidrio para hacer firme el suelo. El costo debió ser alto, pero permitía que el marisco que se compra en el sur llegue congelado al norte. Había que pasar primero a la hielera para llenar de nieve toda la cabina trasera. También era una pistola la que arrojaba la nieve, pero ésa nunca la usé.

Desde San Quintín hasta El Rosario hay cuatro horas de camino en una carretera de un solo carril donde no hay nada más que desierto. Ni siquiera una gasolinera que permita cargar el tanque. La gente nueva por la península de Baja que no toma la precaución de llenar su tanque antes de iniciar la travesía por el desierto pronto descubrirá su mala suerte o a los proveedores clandestinos que mezclan la gasolina con etanol y la venden al doble de precio. De noche este paso es un espectáculo de cielo estrellado, recortado por las siluetas de cactos y rocas gigantes.

Mi padre ahí maldijo y lloró mientras avanzaba al sur. En algún punto descargó su ira contra quien hubiera planeado que su vida fuera tan dura y lo solo que se sentía. En algún punto entre la recta de ochocientos metros y la siguiente curva, una roca entró a la atmósfera y se incendió. No solo eso, sino que bajó hasta casi el nivel del suelo y comenzó a seguir a la Ford Econoline 1982 durante varios kilómetros. Mi padre pudo ver esa roca incandescente avanzar junto a él e iluminar todo el desierto. De pronto se hizo de día por unos segundos. Luego la roca atravesó su campo de visión y chocó contra el suelo, dejando una explosión ligera en el aire y una estela sobre el horizonte.

Mi padre nunca habló de esto hasta un día que nos sentamos en su oficina. Había una Don Pedro con un cuarto de su líquido y ya se había terminado la Coca. Al final se rió, como siempre lo hace con lo que no entiende o lo lastima. Dijo que qué pinche susto le había sacado la piedra esa y le dio otro trago a su bebida. 

Yo le pregunté si alguna vez pensó que había sido una respuesta de su padre desde arriba. Me dijo que sí, para que dejara de andar de llorón.


Lo acompañé varias veces al sur, pero nunca pude ver una piedra incendiarse en la noche. 

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