Pasé de nuevo por esa esquina de Juan Pablo Segundo y Adolfo Ruiz Cortines. El semáforo es un monumento a la ineficiencia pero al menos te permite observar y eso fue lo que hice mientras esperaba el verde. Los mismos taxis colorados, las personas tristes que van sin querer ir, con la expresión del ganado que es llevado.
Me fui con la mirada al cielo. Ahí te saludé y luego regresé. Los niños estaban ahí, entre los carros. Malabareaban tres naranjas cada uno. Encantadores, pintados con la nariz roja y los cachetes blancos. Tenían una técnica infalible. Maniobrar las naranjas y mirar inocentemente a través del volante a los pinches mamones que nos arremolinamos en ese semáforo ansiando el verde como si eso fuera a cambiar nuestras vidas.
Terminando el show pasaban por entre los carros, uno de cada lado. Las monedas iban cayendo. Ellos tomaban nota de quiénes no les dieron y quiénes los trataron mal, porque nunca falta un idiota que intenta desprestigiar al amor cada vez que surge oportunidad.
Ese idiota estaba marcado por la maldición. En cuanto se ponía el verde, el niño más grande se volteaba y reventaba una naranja contra el vidrio trasero de su carro y ambos saldrían corriendo calle abajo, imposibles de ser seguidos "Hijos de su reputa madre vengan para acá".
Ese momento balanceaba toda la injusticia de este mundo y arrancaba una sonrisa a más de uno de los tristes. Esa vez no pude contener la risa. Si pudiera regresar el tiempo estos niños se habrían ganado mi moneda de diez.
El pendejo que recibió el naranjazo además se ganaba más de un insulto de algún desesperado que le pitaba por bajarse del carro con mirada amenazante. "Apúrate que se va a volver a poner en rojo".
Seguro crecen para volverse delincuentes, pero creo que necesitamos más de esos para cambiar un poquito este mundo tan acostumbrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario