A mi abuelo paterno le volaron la cabeza en la cama de su
homicida. Estaba con la mujer de quien disparó, lo descubrieron antes de que
pudiera reaccionar. Mi padre entonces tenía catorce años. La muerte siempre
tiene formas espectaculares de llegar. Su vida cambió radicalmente esa noche
que le avisaron del disparo. Me imagino lo que pudo pasar por su mente. Primero
pudo ser un pinchazo en el estómago y algo de calor en las mejillas. Luego pensó
en lo que vendría y seguro se dio cuenta que sus oportunidades habían sufrido
una fuerte devaluación.
En 1987 mi padre ya estaba casado y con tres hijos. Yo tenía
cinco y comenzaba a descubrir la inutilidad de pasar horas sentado en un salón
con otros quince infantes igual que yo, escuchando a una señora que se afanaba
en darnos normas de vida a través de colores y plastilina. Mi hermana cumplía
siete y mi media hermana que nunca conocí ya debería estar cumpliendo ocho.
En uno de sus múltiples caminos al sur para comprar mariscos,
lloró. Maldijo su suerte. Se descubrió con treinta y cinco años y con una losa
encima de él. Mantener una familia sin apoyo de nadie más, y con su poco dinero
apostado a insular una Ford Econoline 1982. Se preguntarán qué es eso de
insular. Una vez me tocó verlo, cuando ya había comprado tres camionetas
iguales. Recuerdo que una de ellas tenía un alacrán dentro de una bola de
cristal que mi padre usaba como asidera de la palanca de cambios. Siempre tuve
miedo de que cobrara vida y le picara en la mano. El carro perdería control y
seguramente nos saldríamos de la carretera. Insular es llenar de una espuma
amarilla toda la parte trasera de la cabina, una que aísla las paredes, el
suelo y el techo. Sale de una manguera a alta presión y va llenando todo de color.
Mi tío abuelo Elmer dirigía la manguera hacia la camioneta y me dijo si yo
quería apuntar. La tomé y disparé la espuma. Es un buen recuerdo. Luego le
ponen una fibra de vidrio para hacer firme el suelo. El costo debió ser alto,
pero permitía que el marisco que se compra en el sur llegue congelado al norte.
Había que pasar primero a la hielera para llenar de nieve toda la cabina
trasera. También era una pistola la que arrojaba la nieve, pero ésa nunca la
usé.
Desde San Quintín hasta El Rosario hay cuatro horas de
camino en una carretera de un solo carril donde no hay nada más que desierto.
Ni siquiera una gasolinera que permita cargar el tanque. La gente nueva por la
península de Baja que no toma la precaución de llenar su tanque antes de
iniciar la travesía por el desierto pronto descubrirá su mala suerte o a los
proveedores clandestinos que mezclan la gasolina con etanol y la venden al doble
de precio. De noche este paso es un espectáculo de cielo estrellado, recortado
por las siluetas de cactos y rocas gigantes.
Mi padre ahí maldijo y lloró mientras avanzaba al sur. En
algún punto descargó su ira contra quien hubiera planeado que su vida fuera tan
dura y lo solo que se sentía. En algún punto entre la recta de ochocientos
metros y la siguiente curva, una roca entró a la atmósfera y se incendió. No
solo eso, sino que bajó hasta casi el nivel del suelo y comenzó a seguir a la
Ford Econoline 1982 durante varios kilómetros. Mi padre pudo ver esa roca
incandescente avanzar junto a él e iluminar todo el desierto. De pronto se hizo
de día por unos segundos. Luego la roca atravesó su campo de visión y chocó
contra el suelo, dejando una explosión ligera en el aire y una estela sobre el
horizonte.
Mi padre nunca habló de esto hasta un día que nos sentamos
en su oficina. Había una Don Pedro con un cuarto de su líquido y ya se había
terminado la Coca. Al final se rió, como siempre lo hace con lo que no entiende
o lo lastima. Dijo que qué pinche susto le había sacado la piedra esa y le dio
otro trago a su bebida.
Yo le pregunté si alguna vez pensó que había sido una
respuesta de su padre desde arriba. Me dijo que sí, para que dejara de andar de
llorón.
Lo acompañé varias veces al sur, pero nunca pude ver una
piedra incendiarse en la noche.