Toda la vida he inventado que me gusta el whisky puro, pero la verdad no soporto su sabor. Debo esconderlo con agua mineral y en ocasiones incluso con algo de coca. Es más un recuerdo que un gusto. Es transporte directo a esos días cuando por primera vez ganaba suficiente para poder pagar las cuentas de mis amigos e incluso las copas de compañía para esas bellas damas que rondaban ese bar que nos gustaba tanto ir. La cerveza ya era muestra de una vida que habíamos superado. Fueron apenas un par de años, pero fueron años que le dieron un significado nuevo a mi vida social.
Estaba comprometido, pero eso poco me importó. De hecho, unos meses después mandé todo al diablo ante las oportunidades que venían. Mientras la soledad hundía mi casa, la calle se volvió un espacio lleno de colores. En una ocasión de esas conocí a Estrella, una niña que parecía salida de una película. Apenas en sus primeros veintes, rubia y con una sonrisa que a cualquiera le podía arrancar el peor día de su vida en el primer segundo que se le tenía enfrente. Alta y con un sentido del humor increíble. Era perfecta para el trabajo que desempeñaba, pues la mayoría de las chicas eran guapas pero sin ese encanto.
Regresábamos cada jueves o cada vez que se daba la oportunidad. Los pretextos que teníamos que dar se volvían cada vez más huecos. Los estados de cuenta eran cada vez más abultados y difíciles de esconder. La paciencia terminó y pronto no era el único soltero. Eso detonó la época de mayor cantidad de visitas. Estrella y sus amigas estaban ahí y tan pronto llegábamos se arremolinaban en nuestra mesa. No era por cariño, sino que éramos sus mejores clientes. No nos importaba mientras pudiéramos pasarla bien.
La primera vez que le pregunté qué era lo que la hacía hacer lo que hacía se molestó y se levantó. No quiso saber de mí en varias visitas. Había cruzado una línea. No éramos amigos, no éramos confidentes, no era nadie en su vida como para hacerle preguntas que estuvieran fuera del script. Tardé en entenderlo, pero pronto volvió. Fría e indiferente, sabedora de haber ganado una batalla y poseída por esa arrogancia que ahora me escupía por haberle pedido que viniera a pesar de su rechazo. Un día la hice venir desde su casa y llegó tan encantadora como siempre. Fue la noche que más gasté.
No me malentiendan. No le pedía nada más que su compañía. Era una copa tras otra sin más intención que poderla contemplar y beberme su sonrisa. Pensé que eso cruzaría el círculo de indiferencia pero eso no sucedía. Solo siguió bebiendo hasta que la cuenta nos hacía levantarnos. Pretendía en ese baile de falso cariño y falso interés hasta que ya eran las tres de la mañana y había que irse a lavar un poco la cara para llegar a la oficina con un poco de descanso.
Fueron días felices y días de mucha euforia. No me limitaba a ese bar ni a esa niña, pero en buena parte su presencia enmarca todo lo que quise sentir. Una falsa libertad y una cariñosa demostración de lo superficial que puede llegar a ser la felicidad. Y nunca pedí más, nunca necesité más hasta que un día me enteré que ya no trabajaba ahí. Me lo comentaron como si se tratara de un cambio cualquiera. Estrella se fue para el norte y seguramente no volverá por acá. Sentí que mis tripas se arrugaron. Para ese entonces éramos menos amigos pues algunos ya habían cambiado su residencia a otras ciudades.
Supe que se había terminado una etapa y de hecho ya nunca volví a ese lugar, salvo una ocasión que me preguntaron por dónde se ponía bien y me invitaron un trago a cambio de la información. El lugar seguía siendo encantador, pero su ausencia era insoportable.
Ayer me llamó al celular. Me dijo que estaba en la ciudad y que no tenía nada qué hacer. Nos quedamos de ver en el Chilis de Santa Catarina y de ahí nos fuimos a Saltillo. En el camino pude ver que los años habían pasado sobre ella de una forma demoledora, pero que su sonrisa seguía ahí. Entendí que no me correspondía preguntar sino solo dejar que las horas fluyeran a su propio ritmo. Cuando nos saludamos me besó en la boca y pretendió que el tiempo no había pasado. Sus bromas intentaron ser las mismas de antes, pero ya ninguna daba tanta risa. Preferí seguirle el juego a arriesgarme a que ésta fuera la última vez que la viera.
Por supuesto que las bebidas fueron whiskys con agua mineral, tal como siempre habían sido mientras pasábamos horas en ese bar. Me contó poco, pero me dijo que le estaba yendo bien en el norte. Había entrado a estudiar administración y ahora trabajaba en un salón de belleza. Siempre le habían gustado mucho los peinados y al parecer a eso se dedicaba ahora. Tiene dos hijos preciosos, me mostró algunas fotos en su celular. Me atreví a preguntarle qué la había hecho venir a la ciudad y me dijo que había extrañado los viejos tiempos. Asumí que esos viejos tiempos se referían al menos en parte a mí. Después me invitó a su hotel, se había hospedado en el Crowne Plaza de Constitución. Me impresionó saber que ahora podía darse esos lujos. Al parecer el padre de sus hijos estaba proporcionando una pensión muy generosa después de que se divorciaron. Ahí me di cuenta que no era el único vulnerable a su encanto.
Me recostó en la cama y comenzó a quitarse la ropa. Quise detenerla para decirle que no fuera tan rápido, que moría por escucharla más que por tenerla, pero no tuve el valor para decírselo. Mientras nos acurrucábamos en la cama me percaté de todo lo que me hacía sentir. El olor de su piel siempre había sido hipnotizador pero asumí que se trataba de un perfume. Ahora podía aspirarlo todo cuanto quisiera y sin ningún límite. No sé en qué momento le dije que se viniera a vivir conmigo. Intento capturar de nuevo su aroma y lo cálido de su piel, el roce de sus pies en mis piernas mientras tratábamos de fundirnos en una sola persona, su respiración que parecía desesperada por sentirse viva, su cabello sobre mi cara y sus ojos, esos ojos tan expresivos que no habían perdido su inocencia. No tomó a bien mi propuesta. Tal vez pensó que me burlaba, o simplemente le dio miedo.
Si tuviera que englobar su regreso, diría que me arrancó estos seis años que han pasado desde el día en que la conocí. Me hizo volver a los días en que todo era más sencillo, cuando no había más preocupación que perder las antialcohólicas y llegar a casa a tiempo para dormir un par de horas. No la amaba a ella pero ella representaba el sabor de la libertad.
Al salir de la habitación me dijo que sí, pero solo con una condición. Debía dejar de llamarla Estrella. Su nombre era Aída.